Siguiendo a Arguedas

Transcripción de una reflexión de Eduardo Urdanivia en la Revista páginas Nº 100, Diciembre 1989.

Trabajar en la Universidad Nacional Agraria donde Arguedas fuera profesor, toparse cada mañana y varias veces al día con el busto que lo recuerda en el paraninfo del campus, ser miembro de un centro de investigaciones que lleva su nombre y, en fin, caminar por los mismos pasillos y bajo los mismos árboles que él; todo esto hace que uno se sienta cerca de José María y de su experiencia de vida universitaria y de país en general, hechos que él considerara tan ligados a su vida personal al punto de hacer del problema nacional un aspecto de su vivencia íntima.

Por eso, escribir sobre José María Arguedas no es sólo una labor académica; es también el ejercicio subjetivo de pensar en su vida, en lo que ésta fue y en lo que suscita en cada uno de nosotros al confrontar su experiencia con la nuestra; y es también meditar sobre su manera de morir, indagando lo que José María quiso decirnos a todos con esa pregunta siempre abierta del porqué y el para qué de su suicidio. Hay, pues, una vertiente de humanidad desbordante que no es fácil dejar de lado cuando uno reflexiona sobre José María.

Como cualquiera de nosotros, Arguedas tuvo una forma de ser que otros encontraron tal vez difícil y conflictiva; pero eso no estaba necesariamente reñido con su bondad, con su sensibilidad incomparable hacia la gran necesidad de amor y de cariño, no sólo de las personas en general, sino también del Perú como nación y como territorio mágico, en el que estamos llamados a convivir como pueblo unido por la causa común de construir “todas las patrias”.

Por eso lo recuerdo ahora, a los veinte años de su muerte; y recuerdo palabras que él escribió acerca de su vida, que él veía declinar sin remedio, palabras que venían desde lejos: “me convertí en un hombre temeroso, casi en un niño asustado que lloraba ante cualquier cosa” (carta a Manuel Moreno Jimeno. 19-2-55); “creo que mi vida ha dejado por entero de tener razón de ser” (23-6-65); “En abril de 1966, hace ya algo más de dos años, intenté suicidarme. En mayo de 1944 hizo crisis una dolencia psíquica contraída en la infancia y estuve casi cinco años neutralizado para escribir” (El zorro de arriba y el zorro de abajo, 1er diario, 10 de mayo de 1968); “He pasado y sigo pasando por trances terribles que ya me parece que van a acabar conmigo y no sé cómo me rehago. Salgo de la verdadera antesala de la muerte” (carta a Manuel Moreno Jimeno, 26.9-69).

Las circunstancias concretas, los detalles, que llevaron a José María a estas afirmaciones tan terribles y trágicas han quedado perdidas para nosotros; los elementos que él menciona tienen mucho más largo y hondo significado, y también más prolongada historia; así, nos habla de su primer matrimonio fracasado: “..,todos las lágrimas que derramé desde que nací hasta los ocho años son pocas en comparación a las que lloré en el tiempo que viví con Celia (carta a Manuel Moreno Jimeno, 5-12- 65). Agrega a esto su convencimiento de que para él era ya muy tarde para reordenar su vida afectiva: “convencido, hoy mismo, de la inutilidad o impracticabilidad de formar otro hogar con una joven a quien pido perdón” (23-6-65); volvió a casarse sin embargo, pero de esta nueva unión dijo:

“aparentemente tengo todo lo deseable: una nueva esposa muy inteligente, que me ama, que es muy valiente y fuerte, pero... yo estoy triste” (carta a Manuel Moreno Jimeno, 22-7-67),

A este deterioro y derrota afectivos se suma la duda acerca de su trabajo creador: “casi demostrado por dos sabios sociólogos y un economista de que mi libro Todas las sangres es negativo para el país (23-6-65); y la casi imposibilidad de seguir escribiendo: “Escribo estas páginas porque se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad” (El zorro..., ter diado, 10 de mayo de 1968). La conclusión de todo este descalabro que ahondó la depresión crónica que padecía José María fue:

“no tengo nada que hacer ya en este mundo” (23-6-65); y años más larde:

“He luchado contra la muerte o creo haber luchado contra la muerte, muy de frente, escribiendo este entrecortado y quejoso relato. Yo tenía pocos y débiles aliados, inseguros; los de ella han vencido” (El zorro... ¿Ultimo diario?, 28-10-69).

Sin duda, a pesar de su lucha contra la muerte, José María buscaba razones para no seguir viviendo. Tuvo a su lado las personas que lo aconsejaron médica y amicalmente, señalándole que una relación afectiva fracasada no significaba estar negado rara el amor; que la opinión de esos “sabios sociólogos y un economista’ sobre una de sus novelas no era más que eso, una opinión, equivocada y, en su momento, desatinada y poco perspicaz tanto en lo literario como en lo humano.

A José María en verdad le sobraban motivos para seguir viviendo, pero algo en él buscaba terminar de una vez para siempre con las dudas personales y con esa inseguridad básica que lo llevaba a verse como un hombre sin razón de ser e irremediablemente derrotado.

Arguedas venía preparando su muerte hacía varios años, hablando de ella sin ningún rubor, orillándola, llamándola con sus palabras, jugando con ella peligrosamente, con la esperanza de acabar con su sufrimiento, pero también con miedo de hacer sufrir a otros, sumiéndose en una soledad patética de la que nada ni nadie fue capaz de rescatarlo; sin duda muchos lo intentaron, pero esos mismos no imaginaron que el final estuviera tan cerca, y por eso no hubo quien detuviera su mano ese viernes 28 de noviembre que se disparé dos tiros en su oficina de la Universidad Nacional Agraria.

“Siento terror”, escribió Arguedas en 1965, “al mismo tiempo que una gran esperanza”; era el miedo a la muerte unido a la expectativa de liberarse de la carga en que se le había convertido la existencia.

La esperanza que sentía, siendo como fue tan grande, no fue suficiente para justificar su existencia. Esta aparente contradicción entre su miedo y su esperanza se aclara cuando recordamos que Arguedas consideraba su muerte como “la única chispa que puedo encender”; es decir, que su fin sería el principio de una nueva era en el país; y sólo en esta perspectiva podemos entender todo el alcance de palabras como estás: “el dolor existirá para hacer posible que la felicidad sea reconocida, vivida y convertida en fuente de infinito y triunfal aliento”. Así, el dolor que su muerte nos causara nos hace capaces de reconocer que la felicidad no es un imposible, nos impele a comprometernos en la construcción de un país en el que la felicidad sea posible para todos, convierte la felicidad en un derecho fundamental, en la única manera de concretar ese “no envilecerse” del que nos hablaba también José María.

La muerte de Arguedas se convierte así en la gran lección que él dejó a quienes lo sobrevivimos. Después de todo, si bien puede afirmarse que existió en José María, en sus últimos días, un oscurecimiento de la conciencia del don de la vida; también es verdad que tuvo la claridad mental suficiente para darse cuenta que su desaparición sería una semilla que daría muchos frutos, y convirtió su deseo de morir en una fuente de vida, en un llamado a la esperanza, en una demanda de felicidad para todos. Por eso nos pide perdón tantas veces, porque sabía que la desaparición física, cualquiera que sea su sentido, siempre causa dolor, y eso era lo menos que él quería ocasionar. Pero no nos toca a nosotros perdonarlo por haberse tratado de esa manera; nos toca sí tratar de comprender su muerte y reconocer que si él no hubiera sido como fue, y si no hubiera terminado como terminó otras serían tal vez las circunstancias ahora. No quiero decir que estuviera bien que José María se haya suicidado, pero si lo hizo, tenemos la obligación de hurgar en su muerte y descubrir el significado de esa gran esperanza que él sentía; a eso nos convoca este aniversario de su muerte, a descifrar en su enigma persona) y en su tragedia los gérmenes de vida que él sabía que se encuentran aún en medio de la muerte más trágica.

José María Arguedas no vivió ni murió en vano. Su vida tuvo un sentido de esperanza y de peruanidad muy hondas que él extendió incluso a su desaparición. Hoy más que nunca el rito final de su suicidio debe convocamos a una respuesta personal y comunitaria en la que sabemos que se juega nuestra existencia como individuos y como sociedad. El Perú, dijo en su carta final al Rector de la Universidad Nacional Agraria, “es un cuerpo cargado de poderosa savia ardiente de vida, impaciente por realizarse”; por eso hagamos eco a sus deseos y vivamos “sin rabia”, “atento(s) a los latidos de nuestro país”, y acompañémoslo “en armonía de fuerzas”, para que su muerte no sea inútil, para extraer de ella la vida que tanta falta nos hace, porque sólo en esta dimensión entenderemos lo que José María dijo a Hugo Blanco en una carta escrita pocos días antes de morir: “A nosotros no nos alcanza la tristeza de los mistis, de los egoístas; nos llega la tristeza fuerte del pueblo, del mundo, de quienes conocen y sienten el amanecer. Así la muerte y la Tristeza no son ni morir ni sufrir.”